Lista de deseos

by - octubre 17, 2020



- ¿Cuándo saliste de la cárcel?-le preguntó la jefa de recursos.

Sarah puso su atención en los cuadros colgados en la pared, los títulos de quién la entrevistaba era prueba de que ella había perdido sus mejores años.

- Lo siento Sarah. -repuso la de recursos cuando la joven no respondió de inmediato- Debí llamarte antes…-la habían entrenado para ser asertiva y menos sincera al hablar, pero en ese preciso momento no podía serlo- Lo siento. -volvió a disculparse como si sus logros ahondaban la diferencia entre Sarah y ella. -¿Cómo está tu mamá?
-Necesito el trabajo. -insistió Sarah, avergonzada y tímida.
- Lamentablemente ahora  no puedo hacer nada por ti, amiga. No tienes el perfil que requerimos, quizá si lo intentas luego…

La jefa de recursos se disculpó  un par de veces más antes que terminara la reunión. Sarah  salió del edificio y sintió el golpe del  sol veraniego sobre su cara, se asustó un poco. La luz la azoró. Recordó el día que salió de la cárcel y mecánicamente también el día que ingresó. La angustia de sus padres y el fin de sus sueños aún la perseguían como fantasmas.  

Caminó cuesta abajo cuando salió de su última entrevista de trabajo.  Llevaba casi dos meses sin conseguir empleo. Su madre le había advertido  que esa idea romántica de la inserción social era solo fantasía. Era más probable que terminara contándole a los pasajeros  desconfiados de un micro sus anécdotas penitenciarias para tratar de vender una bolsa de golosinas. <Eres muy inteligente, Sarah, de seguro encontrarás algo afuera, algo que enrumbe tu vida.> le habían dichos sus amigas, las reclusas. Pero ella creía que solo era pura amabilidad porque ninguna persona inteligente hubiera ocasionado la muerte de nadie.

Sobre un banco descansó. Rebuscó en sus bolsillos las últimas monedas que le quedaban, pero encontró doblado la hoja de la lista de deseos  que escribió antes de salir de prisión. De vez en cuando Sarah pensaba como una chiquilla de diecinueve, y eso a veces la llenaba de ilusión. El primer deseo  que escribió fue abrazar a su madre el día que saliera en libertad. No lo hizo. Apenas la vio anciana y silenciosa, Sarah escondió sus brazos porque fue asolada por una profunda culpa. Ya no tenía padre, lo había perdido hacía años.  Los siguientes deseos no valieron la pena, eran tonterías de una juventud trunca. La quinta lo acaba de hacer, ponerse en contacto con Maripili, su mejor amiga del colegio. Repasó los otros deseos y se detuvo en el noveno: conseguir trabajo estaba siendo imposible. Sin embargo,  su atención se enfocó en el último: saber sobre la familia de las víctimas. Se lo había prometido a  Dios, en sus horas más oscuras.  

Una tarde, después de otra entrevista fallida de trabajo, llegó hasta la dirección que el abogado le entregó. Aquella  primera vez merodeó un par de horas, las otras veces solo llegó y luego se fue. Finalmente un  día  se armó de valor y tocó la puerta,

- ¿Si?¿qué desea? -preguntó un anciano.
- Buenos días, señor. -dijo ella.  Luego no supo qué más decir.
- ¡Ahh! ¿Viene usted por el cofrecito?  Pase, pase. -dijo alegremente el viejo- Espéreme aquí que ahora lo traigo.  

Sarah aprovechó la confusión. Ya en el interior de aquella casa que no era más una casa, sino un lugar oscuro, de paredes roídas, muebles viejos y pestilencias de gato salió el anciano con una cajita entre las manos. 

-Aquí está, señora.  ¿Le gusta? Es antiguo, pero de buenísima madera. Lo puede usar como joyero. Era de mi viejita, ella no se va a molestar, ya está arriba.  Se la dejo a veinte solcitos.

Sarah no tenía todo ese dinero, pero no quería regatear con ese hombre que vendía sus recuerdos.

- Mire, se lo dejo a quince. Total ya está aquí.

Cerraron el trato.

El anciano se fue a buscar una bolsa mientras Sarah componía su alma para no delatarse. En un rincón de la pared había unos juguetes viejos puestos como únicos adornos de la casa.

- Eran de mi nietito, que en paz descanse. Eso si no se los puedo vender. -advirtió el hombre.
- ¿Qué le pasó a su nieto? -preguntó Sarah con los recuerdos en conmoción.
- Murió hace quince años. Una desgraciada me lo mató, a él y a su mamá.
- Qué terrible… -asintió ella con una vocecita minúscula.
- Fue demasiado terrible para dos viejos, pobres. No se lo deseo a nadie…
- ¿Puedo volver? -le preguntó Sarah para interrumpir los lamentos del anciano.

El anciano le prometió que buscaría algo bonito para la próxima vez.
 
Sarah abandonó la casa y minutos después terminó vomitando en un parque. Por tres días no salió de su habitación y cuando lo hizo compró una bolsa de dulces y esperó en el paradero. Era una jovencita alegre y dedicada con un futuro prometedor cuando todo ocurrió. Sarah quería estudiar periodismo, pero cuando era pequeña jugaba a ser cantante. Tenía muchos sueños, como seguramente los tenían las víctimas.

Cuando la mujer despertó de sus recuerdos el micro se había detenido en el paradero. Sarah apretó la mandíbula y subió con su bolsa de caramelos. Miró a los pasajeros, tomó aire y contuvo toda su vergüenza. Saludó sin mirar a nadie y empezó a cantar con una voz desafinada y triste. 

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