
El tÃo Alberto era biólogo y tenÃa una especialización en zoobiologÃa. Amaba a los animales especialmente si estos eran parte de sus experimentos. Amaba a las mujeres especialmente si estas también ayudaban en sus experimentos. En su laboratorio, según cuenta la leyenda, tenÃa estantes llenos con frascos etiquetados con partes de animales exóticos, cerebros congelados, sistemas digestivo disecado, algunos roedores en observación, según él todos con gran valor cientÃfico. También habÃa un lugar para sus propias mascotas: un hámster, tres tarántulas y dos peces. TenÃa una veterinaria y todos hablaban bien de él, hasta yo habÃa llevado a mi gato cuando intentaron asesinarlo. Aquello fue un caso sin resolver.
La veterinaria se ubicada en un barrio de mala fama, en el segundo piso de una casona vieja y miserable, con una bodeguita en la primera planta y una licorerÃa al costado. Subà por una estrecha escalera que daba directo a la calle. Afuera un letrero mediano y misio, con unos dibujos de un perro y un gato era la única propaganda que habÃa del local.
El local era un cuarto de tres por dos dividido por una madera simple y pintada de celeste pálido. TenÃa dos muebles y una esquinera. A unos pasos de allà habÃa un escritorio para una recepcionista que nunca existió. En la salita de estar Alberto demostraba su extravagante gusto por los animales: en la pared del lado derecho estaba colgada una descomunal cabeza disecada de jabalÃ, con la que uno podÃa perder hasta el alma; y por la izquierda la cara de pánico de un gato montés te hacÃa preguntarte si estabas en el lugar correcto. Además en esa sala existÃa una variedad de otras cosas raras. Se podÃa encontrar desde falsedades realmente absurdas como aquel camafeo bañado en oro lila que exponÃa en una vitrina y que Alberto juraba y perjuraba que era un objeto valiosÃsimo que habÃa obtenido de un comerciante inglés, que habÃa viajado por tierras mÃsticas y habÃa conseguido tamaña reliquia como obsequio de un princesa oriental al salvarle la vida, pero que sin mayor remordimiento en un momento de borrachera lo habÃa apostado. ¡Bah! Quizá sà habÃa verdaderas obras de arte, como esa esquinera de la época victoriana auténtica que Alberto la tenÃa irresponsablemente en un rincón sin el mayor cuidado. Su sobrina, luego de comprobar la autenticidad del objeto y de un florero italiano finÃsimo del siglo XVIII le pidió de mil formas a su tÃo que se los regalara pero él no aceptó. Una vez, de tanta insistencia Alberto le prometió dejársela como herencia cuando muriera. Desde ese dÃa secretamente su sobrina esperaba ese momento.
Mi gato era de esos felinos garbosos, astutos, respetuoso de todas las formas de cortesÃa que habÃa entre humanos y animales. Era un cazador nato, roedor que aparecÃa era velozmente ajusticiado. Era el guardián de mi casa respecto a eso menesteres por eso de vez en cuando la vecina lo pedÃa prestado pero no habÃa necesidad, también ayudaba a los desvalidos. TenÃa un discÃpulo, un gato callejero que iba a todos lados con él los últimos meses. Ambos techeaban en las noches frÃas y solitarias. No habÃa tenido descendencia, al menos no lo sabÃamos pero eso en realidad era un tema muy espinoso, mi familia no ha querido hablar sobre la sexualidad de nuestro felino pero hace mucho, muchos años, alguna vez amo a otro gato.
Un mañana, agotado por la turbulenta noche, descansaba en el patio de la vecina cuando sorpresivamente fue atacado por ese monstruoso animal que esa familia tenia como mascota. Dijeron que habÃa sido una pelea inocente, que estaban jugando, pero mi gato quedó con el hocico partido. Alarmada lo llevé hasta la veterinaria para que lo atendieran, sin embargo cuando conocà a Alberto, mi gato desapareció de mis preocupaciones.
Por suerte sobrevivió. Interesado por él, Alberto me llamaba todas las noches pero cuando iba a la veterinaria hacÃamos todo menos preocuparnos por el gato. Tuvimos una relación basada en llamadas nocturnas, experiencias felinas y otras cosas más hasta que dÃa mi gato se fue y Alberto no me llamó nunca más.