Tenía ocho años cuando ingresé a
tercer grado. Fue algo difícil crecer porque antes, cuando estabas en segundo grado una tenía licencia para no hacer ciertas cosas porque estaba mamá para hacerlas
y justificarlas por ti. Pero a los ocho, una debía comenzar a asumir responsabilidades y a fortalecer la autonomía. Para lograr ambas cosas en mí, no se le ocurrió mejor idea a mi madre que autorizarme a ir y venir sola del colegio.
Otras de las cosas que cambiaron en
ese año fue la presencia de más estudiantes. A mí me era difícil hacer amigos,
los pocos niños que habían en el aula apenas me conocían (eso que llevaba ya tres años estudiando con ellos) y con esta nueva migración
yo pasé al olvido. Sin embargo las peores cosas que ocurrieron en ese tercer grado no me pasaron a mí, sino a Lita Patiño, una de las niñas
nuevas.
Lita, con su piel blanca como la
leche, su naricita respingada y sus rizos pietros y negrísimos olía a calzón húmedo y no era porque tuviera
la manía de ponerse la prenda interior sin secar sino por otras razones que,
según decía la profesora, eran irremediablemente fisiológicas. La verdad era que a esa edad
yo no comprendí bien que significaba eso.
Lita sufrió irremediable las burlas de los demás. No pudo hacerse mayor. No asumió las responsabilidades de llegar temprano, de ir clase una semana continua, de hacer las tareas ni mucho menos de controlar su cuerpo. La sociedad primariosa del tercer grado nunca comprendió porque mientras algunos crecíamos ella no lo hizo. Nadie, ni nuestros padres ni nuestros maestros nos explicaron que cuando un niño sufría de maltratos y abandono, su cuerpo así como su alma, no podían crecer. Lita nunca fue mi amiga, y no porque oliera a calzón húmedo sino porque padeció las miradas acusadoras de todos. Yo tenía suficiente con mi propio peso y la tristeza que desde pequeña me acompañó.
Lo último que recuerdo de ella fue que le aconsejaron, las niñas de bien, bañarse con flores aromáticas o perfumes, le dieron una receta que entre todas redactaron. Pero nada sirvió pues a pesar de usar perfume ese olor estaba impregnada en ella como
recordatorio de todos sus miedos internos y de toda su soledad.
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