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La marcha de la reina negra

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    • Capítulo I
Esta mañana mi casa está triste y silenciosa, nadie come, nadie ríe, nadie grita, solo hay un quejido reprimido por todos lados. Volvimos a perder a un ser querido, volvimos a perder.


Solo ha pasado  un año desde que Hidalgo se fue, agua en los pulmones y una infección se lo llevó, a pesar de los medicamentos dados y los cuidados. Se fue un día de miércoles sin despedirse de mí, se fue  sin despedirme de él. Mis hermanos me engañaron, les llamé por la mañana cuando estaba trabajando, pensé que todo estaba bien, que se iba a recuperar y estaría como antes. Al llegar a mi casa, por la noche,  pregunté por él. Uno de mis hermanos me  dio la mala noticia. Subí hasta su cuarto y entonces lo vi, tieso, sin vida.  Era apenas un adolescente.




Cuando Hidalgo murió me pregunté qué debía haber hecho de más  para mantenerlo con vida, el “hubiera” se me hizo tan doloroso y real. Hubiera hecho muchas cosas para que apareciera nuevamente con vida, mirándome con esos ojitos de capulí y meneando la cola que no tenía. Era tan lindo mi Hidalgo que me costaba aceptar que lo había perdido. Sin embargo cuando estuvo vivo ese hubiera no se concretó y  ese hubiera me ha perseguido durante todo este año. Aún me atormenta lo que habrá sentido al momento de morir, se dice que las personas tienen miedo, yo supongo que los animales también.  
Durante mi duelo, para restablecerme rápido, pensé en buscar uno igual y reemplazarlo, ponerle el mismo nombre y  creer que todo iba a volver hacer igual, luego me di cuenta que los sentimientos no serían los mismos. Tal vez yo me acostumbraría a la nueva mascota pero él no me querría como lo hizo Hidalgo.




Cuando mi perro murió mi madre, luego de recuperarse,  pidió a mis hermanos  que no  trajeran a ningún perro más,  que otro dolor así no iba a soportar.  Unos meses después, mi hermano apareció con un cachorrito muy diferente a Hidalgo, lo llamó Túpac. A pesar del temor, solo le bastó al engreído un par de días para que tuviera a toda mi familia alegre. Mi madre lo adoptó, a falta de nietos, lo cuidó y lo consintió. A veces estaba celosa porque con la nueva mascota mi familia había desarrollado  un apego que no había visto con Hidalgo.



Túpac fue creciendo rápidamente, por su contextura iba a ser un perro grande pero además de grande iba a ser muy travieso, opuesto a Hidalgo, quien fue un pero obediente, tímido y cariñoso. Túpac era juguetón, hiperactivo, desobediente. Un completo dolor de cabeza que encantaba. Se hizo querer.
Un día apareció en la puerta un gatito muerto. Mi madre le dijo a uno de mis hermanos que lo recogiera, cuando lo hizo se dio cuenta que no estaba muerto pero iba por ese camino. A pesar de la negativa de mi madre lo curó, lo cuido y el gatito creció.
Tenemos una gata que no tiene nombre, simplemente se llama “La gata vieja” no nos hemos preocupado de buscarle un nombre ni reconocer su raza pero sabemos que no es común. Ella e Hidalgo fueron amigos, crecieron juntos; desde que él nació y desde que ella llegó. Ambos compartieron una amistad silenciosa y sosegada. Ella no puede tener hijos y él no los tuvo. Cuando Hidalgo murió, la gata desapareció unas semanas. Paraba en el techo hasta que apareció Túpac. Nunca se llevaron bien. Túpac hizo el esfuerzo de agradarla pero la actividad del enano  contrastaba con la suya, por eso se llevó mejor con la gata recién llegada, la refugiada, que día a día se recuperaba y se sentía mejor.






La gatita y él  jugaban.  Se veían tan felices a pesar de la desventaja de tamaño.  En algunos días, Túpac  iba a cumplir un año.  Se había acostumbrado a pasar sus tardes con los amigos del barrio. Por la noche se iba a la avenida a esperar a mi hermano que regresaba de estudiar y luego dormía. Esa era su vida, hasta el día de ayer. Como acostumbraba Túpac se fue pero no volvió y lo peor de todo es que nadie se percató de ello.
En la mañana sus acostumbrados saltos nos fueron ausentes, entonces lo empezamos a buscar. Todos pensábamos que se había vuelto a fugar como ya antes lo había hecho, una noche lo buscamos hasta la madrugada y no lo encontramos. Como a las cuatro rasgó la puerta para que lo abrieran. Recibió su gritada pero eso fue todo.  Pensamos que había ocurrido lo mismo. Mi mamá estaba renegando porque no estuvimos pendiente de él.
Como al medio día, bajé de mi cuarto después de limpiar y pregunté si habían encontrado a Túpac.
-Sí, estaba en la avenida.
-¿Dónde está ahora?
 -Está muerto. Lo han atropellado -Mi hermano tenía los ojos llorosos, entonces supe que no era una broma suya.

En ese momento sentí lo mismo que cuando me enteré que Hidalgo murió, ese bendito “hubiera” volvió a rondar en mi cabeza: le hubiera dado de comer, hubiera salido a buscarlo anoche, me hubiera ido a dormir asegurándome que estaba en casa...lo hubiera querido más…hubiera….
Seguramente Túpac  se fue a buscar a mi hermano, pero él no había salido, estaba durmiendo. Lo esperó y al querer regresar ocurrió la tragedia.  Está vez tampoco pude despedirme, la última vez que lo vi  fue la noche anterior.  Lo que me mata de su perdida es que fue tan breve la alegría, y tan larga será su ausencia. También me destruye pensar en su sufrimiento, si el dolor fue demasiado o simplemente no hubo tiempo de tener miedo. Espero desde el fondo de mi corazón que sea lo último, y  que no haya esperado en vano que fuéramos ayudarlo.

Adiós… querido Túpac.



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